Los insectos y bacterias son los primeros en llegar a la escena del crimen. Tienen el olfato es tan desarrollado, que son capaces de detectar la presencia de un cuerpo sin vida a kilómetros de distancia.
Incluso antes de que una persona fallezca, ya acuden hasta ese cuerpo moribundo que agoniza. Eso ocurre porque quien está a punto de expirar segrega sustancias (la cadaverina y la putrescina) y gases, causantes del característico olor de los cuerpos en descomposición, que atrae a numerosos insectos.
Seres de tamaño minúsculo, casi microscópico, que invaden el cadáver para colocar sus huevos, que suelen depositar en los orificios naturales del cuerpo, como la nariz, la boca o el ano.
Los insectos, sobretodo moscas (dípteros) y escarabajos (coleópteros), son compañeros inseparables de los cadáveres. No sólo participan de forma activa en su descomposición, sino que además aportan a la Policía una información que puede resultar fundamental para solucionar los asesinatos y homicidios más complicados.
Estos seres minúsculos ayudan, por ejemplo, a descifrar el intervalo post-mortem (conocido como PMI, sus siglas en inglés). Los investigadores analizan el tipo de insecto que ha colonizado el cuerpo y estudian entonces su ciclo de desarrollo o metamorfosis (huevo, larva, pupa o adulto).
A partir de la edad de las larvas, los agentes son capaces de fijar el momento del crimen, según el tiempo que el cadáver ha estado expuesto a la actividad de los insectos. Este dato es primordial porque permite, entre otras cosas, reducir el número de posibles sospechosos e incluso anular sus coartadas.
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